Al interior de su camerino en el Donmar Warehouse, un pequeño teatro de 251 butacas en el West End de Londres, Adrien Brody tiene suficientes hierbas como para abrir su propia tienda de medicina tradicional. “¿Qué quieres?”, pregunta el actor mientras toma algunos frascos y examina las etiquetas como si algunas de ellas fueran nuevas para él. “¿Ashwagandha?”. Va. Echo la cabeza hacia atrás y me vacía una pipeta llena de un líquido terroso debajo de la lengua antes de servirse el mismo tratamiento, haciéndola recorrer sus encías como si se tratara de un enjuague bucal fangoso.
Los remedios a base de hierbas —supuestamente elíxires antiestresantes (con efectos no verificados)—, junto con algunos suplementos de hongo melena de león, lo han estado ayudando a mantenerse lúcido últimamente. “Sé que entre el 70 y el 90% de ellos serán sicosomáticos”, admite, “pero disfruto la rutina”. Es domingo y Brody —sentado muy recto en una silla de escritorio (está muy consciente de su postura), con una t-shirt blanca, pantalones cargo y tenis Dior— busca refugio de sus pensamientos. Esta semana ya ha actuado ocho veces en The Fear of 13, la obra de Lindsey Ferrentino —basada en una historia real— en la que interpreta a un hombre de Pensilvania condenado a muerte injustamente. Es la primera vez en al menos tres décadas que este hombre de 51 años hace teatro, y los monólogos han estado dando vueltas en su cabeza, impidiéndole dormir.
A eso se suma la persistente sensación de que hay una máquina en marcha a la que tendrá que subirse en cuanto termine su trabajo en la obra: la temporada de premios cinematográficos. Mientras Adrien se ha encerrado en su camerino, con un colchón en el suelo para echar una siesta entre las funciones, su más reciente cinta, El Brutalista, se ha ido convirtiendo en una de las favoritas para los Premios Oscar de este año y el propio Brody (al menos si le hacemos caso a los expertos) en el rival a vencer en el apartado de mejor actor protagónico.
Han pasado más de dos décadas desde la última vez que estuvo en esta situación. En 2003, con 29 años, ganó el Oscar —contra todo pronóstico— por su papel de Władysław Szpilman, un músico judío que evitó ser capturado en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial, en El Pianista de Roman Polanski. Sigue siendo la persona más joven en ganar la estatuilla en dicho apartado.
Para algunos, ganar un Oscar es una certificación del estatus de estrella de cine que abre la puerta a la fama mundial. Sin embargo, si mencionas a Adrien Brody a un cinéfilo promedio, es posible que no sepa quién es. Pero muéstrale su rostro —anguloso, emotivo, como el de un soldado herido de una fotografía de Robert Capa— y lo reconocerá de inmediato. Si no es por El Pianista, es casi seguro que lo identifique como parte de la troupe de Wes Anderson (ha aparecido en El Gran Hotel Budapest y Viaje a Darjeeling, entre otras). O como Jack Driscoll en la épica versión de King Kong que Peter Jackson dirigió a mediados de la década de 2000. Más recientemente, ha seguido el camino de prestigio que va de Hollywood a la televisión, interpretando a un multimillonario filántropo en Succession y a un mafioso en Peaky Blinders. A lo largo de su carrera, Brody ha reforzado elencos talentosos o ha inyectado prestigio a proyectos en riesgo de ser considerados palomeros. Es un actor que buscas porque sabes que tiene buen gusto.
Todo este tiempo, Adrien ha estado buscando un proyecto que lo absorba por completo y en el que el esfuerzo de su creación dé como resultado algo verdaderamente singular. Desde El Pianista, dice, “ha sido difícil encontrar algo de esa magnitud”. Por fin lo ha logrado. El Brutalista, la tercera película de Brady Corbet, se estrenó en el Festival de Cine de Venecia en septiembre pasado. Se trata de una obra monumental —de tres horas y media de duración con un intermedio, y filmada en VistaVision, un formato que se utilizó por última vez a principios de los años 60— que ha electrizado al público en un momento en el que se nos dice que la sentencia de muerte del cine ya ha sido dictada.
Dicho largometraje narra la historia de László Tóth (Brody), un arquitecto judío húngaro que sobrevive al campo de concentración de Buchenwald y zarpa hacia Estados Unidos persiguiendo el sueño americano. Desde la llegada de Tóth en la cubierta tambaleante de un barco que atraca en el puerto de Nueva York en 1947 hasta más de tres décadas después, se nos muestra lo que ese sueño significa en la práctica: Estados Unidos se presenta como una nación que saquea el trabajo de la gente a la que le ha hecho una falsa promesa. La cinta también trata —y esto es de especial interés para Brody— sobre un artista brillante bajo la bota del capitalismo, que no está dispuesto a doblegarse ante sus reglas.
Cuando hace unos años leyó por primera vez el guion, que escribieron Corbet y su compañera Mona Fastvold, Adrien vio su “gran potencial” y sintió que “estaba hecho para honrar a este personaje”, afirma. En parte fue algo personal: su abuela vivió en Budapest —ocupada luego por los nazis— durante la Primera Guerra Mundial; su madre, la fotógrafa Sylvia Plachy, huyó de la persecución en la Revolución húngara de 1956 y, como László, llegó a Nueva York. Como artista, cuenta Adrien, la experiencia le dio a su madre una “sensibilidad ante el sufrimiento de los demás”, lo que influyó en su obra de la misma manera que los traumas de László se infunden en su arquitectura. Adrien veía señales que lo unían a este personaje por todas partes. Pero al principio, perdió el papel ante Joel Edgerton. “Así es esta industria”, dice. Por fortuna, en Hollywood nada sucede rápido, y cuando la película estuvo lista para filmarse después de años de espera, Edgerton tuvo un conflicto de agenda. Fue entonces que Corbet llamó a Brody.
Tras un arduo camino de casi una década, Corbet y su equipo filmaron El Brutalista en 2023 en tan sólo 33 intensos días en Budapest e Italia. Guy Pearce, quien interpreta al rico y narcisista antagonista de la cinta, recuerda cómo Adrien “llegó con un gran bagaje, no sólo de conocimientos, sino de empatía. Estaba muy involucrado”. No fue un rodaje fácil, pero Corbet y Brody se reían hasta el delirio a pesar del cansancio, compartiendo la carga de empujar la película, como si se tratara de una roca gigantesca, hasta la empinada colina final. “Muchos actores tan consagrados pueden ponerse en piloto automático, porque llevan haciendo esto mucho tiempo”, me dijo Corbet. “Pero él hace el trabajo duro”.
En películas poco comunes como El Brutalista, Adrien dice que te encuentras con lo que él llama “el espíritu”: la profunda sensación de que las cosas bellas se fusionan en algo casi alquímico. Algo por lo que vale la pena romperte la espalda. “Si [sientes que] no hay espíritu, sabes que el espíritu no estará presente”, explica. Es común que Brody vea un proyecto y sienta que no está a la altura de sus expectativas. “La mayoría de las películas [son así]”, admite. “Es muy difícil atrapar la magia en una botella. Puedes tener a gente increíblemente talentosa, y, aún así, algunas cosas simplemente no suceden o no cobran vida en la edición, o la cámara falla en las dos mejores tomas. Hay mil cosas”. Sus labios se curvan en una sonrisa. “Pero a veces, a veces, te sales con la tuya”.
Un posible desastre
Adrien Brody ha estado persiguiendo “el espíritu” durante más de dos décadas. Cuando filmó El Pianista, con apenas 27 años, ya había tenido varios papeles modestos en películas y programas de televisión, alternando entre sitcoms efímeras (Annie McGuire) y películas de directores emergentes como Steven Soderbergh (King of the Hill). A los 23 años, antes incluso de que su carrera realmente comenzara, Terrence Malick lo contrató para interpretar el papel principal del cabo Fife en su ya legendario drama bélico La Delgada Línea Roja (1998). Adrien estaba listo para que el mundo conociera su nombre. Su publicista le había conseguido un lugar en la portada de la edición especial de Hollywood de Vanity Fair de 1999, posicionándolo para los Oscar de ese año. Luego vio la cinta y descubrió que Malick la había reconfigurado totalmente en la posproducción, reduciendo su tiempo en pantalla a sólo cinco minutos de las casi tres horas de metraje. “Siempre me sentí agradecido de que La Delgada Línea Roja fuera una experiencia tan desgarradora para mí y tan llena de pérdidas personales”, dice Brody. “Fue una humillación pública y un posible desastre profesional. No sabía que mi papel había sido destripado. Después lo vi en retrospectiva y pensé: ‘Qué suerte haber evitado los elogios y las alabanzas a esa edad’”.
La Delgada Línea Roja se ganó el tipo de amor de la crítica que, en otras circunstancias, podría haber cambiado la vida de Brody. En cambio, él mantuvo un perfil bajo, interpretando papeles secundarios en películas de Spike Lee (La Noche del Asesino) y Ken Loach (Pan y Rosas). En los años siguientes, esquivó proyectos que le habrían parecido un robo de dinero y buscó papeles con los que pudiera identificarse. Poco antes de conseguir El Pianista, cuenta, dejó pasar dos oportunidades: un papel en una “gran película de estudio” y otra en un filme independiente sin nombre. Esta última llegó en un momento en el que ya se había comprometido a interpretar a un fotógrafo de guerra en Harrison’s Flowers, de Élie Chouraqui, un drama romántico con Brendan Gleeson y Andie MacDowell. “Quería interpretar a un fotógrafo para mi mamá”, recuerda. “Crecí con la obra de Gilles Peress. Fue un gran papel”. Sus agentes le sugirieron que la otra película habría tenido mayor impacto en su carrera, “pero me interesaba más cumplir mi compromiso”, asegura.
Tras Harrison’s Flowers, apareció en The Affair of the Necklace, una exuberante versión estadounidense de la caída de María Antonieta, filmada en Francia. El primer asistente de dirección de la película, Mishka Cheyko, recomendó a Brody a Roman Polanski, con quien Cheyko había trabajado en La Última Puerta (1999). Adrien invitó a Polanski y a los productores de El Pianista a una proyección privada de Harrison’s Flowers en París, y finalmente consiguió el papel de Szpilman sin necesidad de hacer una audición. “Si no hubiera hecho ese papel secundario en The Affair of the Necklace y no hubiera trabajado con Mishka, que habló maravillas de mí, quién sabe cuál habría sido mi camino”, dice el actor.
Le digo que me intriga saber cuál era la gran película de estudio que rechazó y provocó un efecto dominó que prácticamente definió su carrera. “Entiendo tu curiosidad, que es emocionante”, responde con amabilidad, “pero esa no es la cuestión”. En cambio, dice, la cuestión es: “En retrospectiva, a menudo es fácil ver que podrías haberlo hecho mejor aquí, o que no deberías haber hecho algo, pero a veces hay que mirar atrás y decir: ‘Es increíble cómo pasó’”.
Mantener la fe
Una semana después, Brody y yo estamos acurrucados en un rincón de un salón de té en un hotel en el centro de Londres, horas antes de que él suba al escenario. Pedimos una tetera de rooibos y cuando llega, Adrien quita la galleta de su plato y la pone en el mío. Es lunes; ayer disfrutó de un asado en casa de uno de sus compañeros de elenco. (Pasará el domingo siguiente dando entrevistas por El Brutalista, trabajando en su único día libre). Afuera, mientras se despedía de un amigo, un joven que estaba de vacaciones con sus padres se le había acercado. “Me dijo: ‘Eres famoso’, y yo le respondí: ‘Supongo que sí’”. Brody sonríe al recordar el momento. El chico le pidió una foto. “Le dije: ‘Va a hacer falta algo más que eso para una foto. ¿Quién soy?’”. Observó divertido cómo el supuesto fan intentaba descifrar dónde lo había visto antes. El pánico del chico era entrañable, así que al final consiguió la foto de todos modos. “Entrar en esta fase de la vida en la que soy visible, amar a la gente y sentir el amor de los extraños día tras día, es como un pasaje espiritual”, dice Adrien. “Estoy al otro lado del mundo y puedo alegrarle el día a alguien comprando papel de baño”.
Durante mucho tiempo, Brody ha luchado con la idea de la fama por la fama. “El velo de la celebridad que, por desgracia, viene con el éxito impide ver con claridad al artista”, opina. Adrien ganó su Óscar a una edad en la que “tenía la idea errónea de que ya era todo un adulto”, dice. “Mi comprensión de la vida era muy inadecuada para todo aquello a lo que estaba expuesto”. Después, su vida personal cambió. De repente, se convirtió en el nuevo primer actor de Hollywood: su cumpleaños número 30, celebrado unas semanas después de la ceremonia de los Oscar, fue un acontecimiento en Los Ángeles en el que sus amigos de la preparatoria se mezclaron con actores de primera categoría. Una columna de chismes del New York Times de 2004 habla de la fiesta de cumpleaños de Brody del año siguiente, en el departamento de un artista en Nueva York, que supuestamente fue tan ruidosa que el vaquero de Village People, que vivía en el mismo edificio, intentó impedirla. (Adrien no lo recuerda).
Aunque Brody nunca ha sido un personaje habitual de los tabloides, su vida ha suscitado intriga cuando él ha querido: su relación con la actriz Elsa Pataky quedó inmortalizada en un número de 2008 de la revista Hello!, que mostraba una foto de la pareja frente al castillo de Cleveland, Nueva York, que Brody compró en 2007. (Se separaron poco después; hoy en día, él mantiene una relación con la diseñadora inglesa Georgina Chapman). Desde entonces, Adrien ha hablado con solemnidad de lo que el castillo, en cuya renovación invirtió años y sobre el que realizó un documental en 2015, llegó a simbolizar. En cierto modo, representa lo mismo por lo que ha estado luchando como actor: una especie de perfección emocional, así como la voluntad de comprometerse a pesar de casi cualquier dificultad, si lo que se logra es algo de lo que se sienta orgulloso.
Al igual que Brody luchaba con la fama, Hollywood luchaba por encontrarle el lugar adecuado, situándolo en un espacio intermedio entre actor de reparto y protagonista. Durante años, se vio atrapado entre el atractivo del estrellato de blockbusters como King Kong y el tipo de colaboración creativa y control que había experimentado al trabajar en cintas de autor.
Corbet me dijo que sentía que Adrien era “un actor fuera de su tiempo”, que “evocaba a Gregory Peck o a De Niro al principio de su carrera. Es icónico, guapo y tiene una expresión muy conmovedora. No se me ocurre ningún otro actor en la actualidad con unos ojos más conmovedores”. Pearce, sin que se lo preguntara, también mencionó esto. “Es un hombre de gran inteligencia e intensidad, pero cuando te paras a mirarlo, te quedas pensando: ‘Qué guapo eres’”.
Con el paso de los años, Adrien Brody ha tenido que luchar contra la imagen que los directores de casting tenían de él, creando sus propias oportunidades. En 2009, le ofrecieron el papel de científico en Depredadores, una nueva entrega de la franquicia de ciencia ficción producida por Robert Rodriguez. El casting parecía obvio, “una apuesta segura”, pero Brody sabía lo que quería y le escribió una carta a Rodriguez. “Agradezco la oferta, pero no me atrae”, recuerda. Cuando era adolescente, él y sus amigos faltaban a la escuela para ver Depredador 2 en el cine, y volvían a ver la cinta original de Arnold Schwarzenegger. Significaban mucho para él, y durante mucho tiempo había fantaseado con interpretar al héroe.
“La forma en que Schwarzenegger burló al Depredador fue ocultando su masa bajo el lodo y usando su intelecto”, señala Brody. “No fue su fuerza física lo que derrotó al enemigo. Le dije a Robert: ‘Te prometo que tengo la capacidad de retratar la dureza emocional e intelectual y la fuerza militar necesarias para este papel’”. En su visión, los soldados estadounidenses en combate que aparecían en las páginas de la revista Time no eran tan distintos a él. “Le dije: ‘Sería un error si te limitas a reciclar los tropos de otra era’”. Rodriguez llevó su carta al presidente de Fox, Tom Rothman, y Brody logró lo que quería, liderando la película como un exmilitar, aunque con 11 kilos más de peso. “Fue una gran victoria para mí, pero no estaba motivado por lo que superficialmente pudo parecer”, dice, insistiendo en que no lo hizo por el dinero. En cambio, el proyecto fue impulsado por su deseo de “seguir diversificándome y explorar personajes que no se me ha dado la oportunidad de interpretar”.
Excepto por El Gran Hotel Budapest, la filmografía de Adrien Brody en la década de 2010 parece la de un hombre que busca algo que se le escapa: en su mayoría son películas de acción de presupuesto medio con títulos que quizás no reconozcas (Bullet Head) y un par de proyectos —Dragon Blade y Air Strike— realizados en un periodo de crossover cinematográfico chino-estadounidense. Es una rutina en la que muchos actores pueden caer: el desajuste entre su talento y las ofertas que reciben. “Hasta que encontré la pintura, la música y otras vías de realización creativa, sólo encontraba esa satisfacción aceptando un trabajo”, afirma Brody.
Muchos actores que se enfrentan a una mala racha se rinden, resignándose a aceptar papeles de Hollywood que les parecen insatisfactorios y persiguiendo cualquier proyecto para experimentar el vértigo de crear algo, ya sea por un sentido de propósito o por un cheque. Pero Brody no podía permitirse renunciar a la sensación de que su personaje en El Pianista estaba extendiendo la mano para estrechar la de otro en su futuro.
En los últimos años, ha experimentado una especie de reinicio creativo, trabajando en Succession y reuniéndose con Wes Anderson en The French Dispatch. En 2021, debutó como guionista, productor y compositor con Clean, una cinta sobre un afligido trabajador de la basura que se ve envuelto en el crimen organizado. Volvió a trabajar con Anderson en Asteroid City. Siempre que un proyecto no era bien recibido o no alcanzaba su potencial, lo compensaba con algo hermoso o creativamente valiente, como la peligrosa película metabiográfica de Andrew Dominik sobre Marilyn Monroe, Blonde, en la que interpretó a El Dramaturgo, una versión de Arthur Miller. Las distintas partes de su carrera empezaron a tener más sentido creativo; ese “espíritu” del que hablaba se volvía cada vez más tangible. Entonces, un día, Corbet lo llamó.
El salón de té del hotel se ha vaciado y sólo quedan restos de rooibos en nuestra tetera. “Siento que he estado esperando mi momento, hasta cierto punto”, afirma Brody. Su teléfono vibra un instante, pero él lo silencia y vuelve a nuestra conversación. “También me he sentido muy realizado. O sea, no es que no haya tenido oportunidades muy interesantes, viajando por el mundo con Wes y haciendo [otras] cosas. Pero son diferentes”.
Lo que Adrien Brody quería, lo que siempre le faltaba, era la inmensidad de la experiencia que El Brutalista le ha dado. Algo de lo que aprender y que atesorar. “Sé y sabía en mi corazón que era inevitable, que esta película estaba ahí fuera”, dice. Que llegara es un milagro, pero también una reivindicación: por no ceder y rebajar sus estándares. Por creer en sí mismo y confiar en que el trabajo aparecería. “La clave”, dice Brody, “es mantener la fe”.
Artículo publicado originalmente en British GQ.