Habrá quien califique Gladiador II –sí, oficialmente se escribe con números romanos–, reduciéndola a un farsa, mientras otros opinan que perdió el rumbo, dejando atrás su auténtica vena heroica. Para mí, fue amor a primera vista. Sorprendentemente, me llenó de muchos sentimientos y emociones.
La película abre con el símbolo de las epopeyas más auténticas, mediante unos créditos iniciales animados que hacen pensar en frescos antiguos como los de Pompeya. Tiene una continuidad “familiar”: 30 años después vemos un Lucius adulto –interpretado por Paul Mescal– pasar por la prueba de sufrimiento, humillación y defensa de sus valores en la arena, a riesgo de sufrir los mismos resultados que el difunto Decimus Maximus Meridius de Russell Crowe.
Y hacia el final, la secuela de Gladiador** **lleva a los espectadores a la batalla, a las filas de los esclavos que reman en galeras, luego a Roma y al Coliseo entre fieras y combates, dando la impresión de estar de verdad allí, gracias a perspectivas y sonido realmente inmersivos.
Gladiador II: una continuación más que épica
En el nuevo proyecto, se encuentra todo lo que te puede gustar o no de Ridley Scott, un director capaz de crear mundos como pocos, que aquí, según confesión propia, rodó su mayor escena inicial y bélica –un asedio a una ciudad, que se cubrirá por mar y tierra–, como si no fueran suficientes ciertas cargas de caballería de su reciente Napoleón.
Hay un reparto estelar conformado por un cuarteto de intérpretes –Paul Mescal, Denzel Washington, Pedro Pascal y Joseph Quinn– en el que uno no sabe quién es más protagonista, porque todos son bastante buenos y portadores de un arco narrativo que sirve de pilar a la historia general.
Se percibe un sentido de actualidad en la dinámica de la política interior y exterior de una Roma imperial en decadencia que distrae la mirada de su pueblo del desastre inminente entreteniéndolo con juegos y luchas de gladiadores cada vez más cargados de adrenalina, en los que también encuentra desahogo una ira social no expresada pero serpenteante.
Está la historia casi melódica de una madre que encuentra a un hijo que había dado por muerto, y la de un niño que pasó su preadolescencia huyendo y escondiéndose de Roma, que creció odiándola por sus guerras de conquista codiciosa y sin respeto por los vencidos –y probablemente también porque le defraudó y le abandonó– y que finalmente debe reconciliarse con su pasado y reconstruir un futuro –para sí mismo y para los demás– desde el fondo de una arena.
Cuenta con un supervillano que no te esperas y al que ves revelarse poco a poco, hasta que explota, sin mostrar nunca su verdadera –¿o real?– identidad.
Ofrece una riqueza de registros que oscilan entre los géneros pero que no confunden, corriendo en paralelo a una historia que dialoga constantemente entre pistas y flashbacks con lo que la anticipó y la hizo posible, la sombra de una película y de un personaje que actúan, alternándose, casi como un fantasma-guía shakesperiano.
Por último, pero no por ello menos importante, dentro de Gladiador II –en la que el actor Paul Mescal hace gala de su prometedor talento– aparece la Política con mayúsculas, aquello que en un principio fue la polis, el fundamento de la democracia, del cuidado de uno mismo y de los demás, que aquí toma la forma del sueño utópico de “un abuelo” (¡¡Marco Aurelio!!) que como emperador cultivó el deseo de que Roma volviera a ser una República. Un sueño que es una advertencia para huir del instinto de prevaricar y dominar, que no puedes dejar de compartir y que despertó tal emoción en mí que ni siquiera pude hablar después porque mi corazón latía muy deprisa, en estos días en los que el futuro de la sociedad en sentido general es preocupante.
Artículo publicado originalmente en GQ Italia.