Creo que los guardias que vigilan la entrada del edificio donde vivo están preocupados por mí. Hasta antes de renunciar a mi trabajo en una agencia de publicidad, me veían salir (tarde) cada mañana hacia mi oficina. Después, regresaba hecho pedazos, con las manos llenas de bolsas del súper u alguna otra compra indispensable para el hogar. También, desde su caseta, seguían los pasos de mi ex. Ella se iba mucho más temprano que yo y, en ocasiones, regresaba en la madrugada. No tengo duda que en ese entonces pensaran que éramos una pareja responsable y trabajadora.
Ahora, a partir de mi separación y el haber decidido abandonar mi vida oficinista, noto a los porteros confundidos. Para empezar, no dejo mi departamento en todo la mañana y, cuando lo hago, me visto con una sudadera y unos shorts, compro lo que necesito y vuelvo. Vendí mi auto y me transporto en la variedad de aplicaciones que hay con este fin. De noche, la cosa cambia. Tengo un plan casi todos los días, que van desde una cena casual, alguna cita o ir por tragos con amigos a mi bar de costumbre. A veces no regreso y otras lo hago acompañado.
Los guardias de mi edificio me deben ver como una persona triste y solitaria a quien su mujer lo abandonó y perdió las ganas de vivir. Y que hoy, a sus casi 40 años, se refugia en la noche y en la compañía quienes comparten una situación similar. Estoy seguro de que piensan que soy miserable. Siento lástima en sus miradas y en la forma en la que se dirigen hacia mí.
Lo que no saben es que tengo la vida que quiero. Renuncié a mi empleo de oficina porque encontré mejores oportunidades que me permiten trabajar y organizarme a mis horas. Mi relación se acabó porque se tenía que acabar, y tanto mi ex como yo lo entendimos a la perfección y llevamos una relación amistosa y sana. Puedo viajar —escribo esto, desde un departamento con vista a Europa— sin descuidar mis obligaciones. Quizá no tenga esposa e hijos, pero me rodeo de los amigos que me llenan y alientan. Cuando la necesidad y la oportunidad se conjugan, me lío con alguna chica que tenga ganas de liarse conmigo sin compromisos ni obligaciones.
Como en los lugares que quiero, tomo en los lugares que quiero, salgo hasta las hora que quiera y me visto como quiera. Sin embargo, lo único que no puedo responder en este momento es qué será de mí mañana. Carezco de absoluta certeza sobre mi porvenir. Sé qué quiero hacer, creo que sé cómo lograrlo, pero no tengo idea del resultado. Es entonces que reconozco que los guardias de mi edificio no están tan equivocados con sus juicios silenciosos. Estoy pasando por la crisis de los 40, pero la paso tan bien que ni siquiera me había dado cuenta.
El mes pasado, rumbo a una fiesta dentro de un taxi, el conductor me contó que unas semanas atrás un grupito de veinteañeros le vomitaron el auto después de salir de un antro. El chofer no pudo denunciar el incidente a tiempo a la compañía para la que trabajaba y tuvo que absorber los costos de la limpieza.
—Joven —se refirió a mí con un término que agradecí mucho—: ¿No cree que la adolescencia se ha extendido a más de los veinte?
—No creo señor, más bien creo que nunca dejamos de adolecer —respondí.
Le expliqué que eran palabras con etimologías distintas. Adolescencia proviene del verbo en latín adolescere, que significa crecer o desarrollarse, mientras que adolecer viene de dolor y carencia. Aunque sean conceptos diferentes, para mí es imposible negar la causalidad entre ambos. El periodo del desarrollo que denominamos adolescencia siempre lo acompaña dolor, crisis y cambios físicos, hormonales y mentales. Cuando llegamos a los treinta, cuarenta o cincuenta, nuestros cuerpos siguen modificándose, maduran y hasta achacan. Aprendemos a asimilar la pérdida, pero nunca a recuperarnos del todo. Aceptamos que la vida la conforma un instantes de absoluta felicidad y de la peor desdicha y sobre todo, comprendemos que el futuro es tan voluble como cuando a un niño le preguntan qué quiere ser de grande.
Por eso, a semanas de cumplir cuarenta, yo solo quiero seguir haciendo lo que hago bien: divertirme. Aun cuando no cuente con la aprobación de los guardias de mi edificio.