Tenía quince años cuando se lo pregunté. Mi padre y yo habíamos salido a hacer unas compras y luego pasamos a cenar. Esa vez me dejó compartir su cerveza y me sirvió la mitad en mi propio tarro. Quizás fue ese gesto el que me animó a plantear mi interrogante cuando subimos al auto para volver a casa.
—Oye, pa, ¿cómo se liga?
Guardó silencio, sin despegar la vista del parabrisas, mientras yo lo miraba esperando que sus palabras develaran el secreto de la felicidad. Durante años había escuchado, de propios y extraños, las hazañas de mi padre como Don Juan. Él y su mejor amigo eran los rompecorazones de la Facultad de Medicina de la UNAM y jamás tuvieron problema en seducir a cuanta mujer pasara junto a ellos. Incluso hacían expediciones al aeropuerto y se convertían en el comité de bienvenida de las extranjeras que venían a México a pasar un buen rato. Tanto mi padre como su amigo se los garantizaban.
—Es muy fácil —respondió finalmente—. Lo único que tienes que hacer es fijarte en las señales.
Toda mi emoción se desplomó en una avalancha. ¿De qué estaba hablando? ¿A qué señales se refería? Le pedí que profundizara.
—Sí, el punto es que nosotros no las ligamos a ellas, sino que ellas nos ligan a nosotros.
Estaba aún más confundido, no encontraba sentido a lo que decía. “Vaya experto”, pensé, “he vivido engañado todo este tiempo”.
—Pero, ¿qué señales? —insistí.
—Las que te manda una mujer cuando le gustas. Si no, es una misión suicida —dijo académicamente.
Llegamos a la casa y dejamos las compras. Yo me quedé igual de perdido.
Conforme crecí, sus palabras dejaron de ser un mero consejo y se convirtieron en una profecía. Aunque no fue sencillo. En cientos de ocasiones confundí la gentileza, la sonrisa y el saludo con una señal de ligue, y al abalanzarme sobre la emisora, me encontré con un muro de realidad que me frenó en seco.
Lo que decía mi padre era cierto: buena parte de los ligues y encuentros casuales eran provocados por las chicas, y sus señales podían ser indescifrables. Por lo tanto, la verdadera fórmula para ligar era aprender a discernir entre ellas.
Sin importar razas, credos u orientación sexual, a todos, hombres y mujeres, nos encanta la atención, y cuando percibimos que le somos atractivos a otras personas, disfrutamos del halago. Pero en el mar de la seducción descansan miles de anzuelos falsos, acercamientos que no van a llegar a nada. Entonces, ¿a cuáles hay que ponerle atención?
Atento a las señales
Una dama que quiere ser cortejada por un caballero no deja la menor duda de ello, incluso una desconocida. El intercambio de miradas es clave. De existir un interés real, el que los ojos se encuentren por un instante deja de ser una coincidencia aislada y evoluciona en una conversación sin palabras. Si ella quiere que el primer contacto trascienda, es probable que use otras partes de su rostro y su cuerpo para demostrarlo. La sonrisa es fundamental, pero el clásico jugueteo del índice con los mechones de su pelo es un rasgo prototípico.
También están esas personas que no conocemos pero que sí frecuentamos. Aquellas con las que compartimos un espacio o un momento del día. Las compañeras de escuela o de trabajo, las que nos topamos en los trayectos o a la hora de la comida, quienes toman nuestra orden en una cafetería… En fin, esas chicas que la vida se encarga de ponernos enfrente, pero a las que nunca sabemos cómo abordar. En estos casos, lo primero es identificar comportamientos que nos sean exclusivos y propietarios. Esa picardía que brota en sus gestos cuando nos ve y que no reitera con los demás. Me refiero a cualquier alusión a nuestra existencia que parezca que le es significativa, como un guiño, un saludo con la cabeza, el que sus labios se curven hacia arriba o que develen alegría.
¿Cómo ligar en la era digital?
Vivimos en la era digital y muchos de estos intercambios pueden suceder en internet. Un like a una fotografía, entrada, tuit o video no significa “quiero acostarme contigo”, pero un montón de ellos puede ser que sí. Si ella se hace presente en nuestras redes sociales una y otra vez, no es imposible suponer que espera una próxima invitación.
La constante en estos tres ejemplos, situados en contextos y circunstancias diferentes, es la repetición. Eso confirma que no estamos malinterpretando un accidente por una señal. En la seducción, ser paciente es la mayor virtud; ante la duda, sólo hay que esperar la siguiente señal. Ésta llegará si el interés es recíproco. Ésta fue, justamente, la parte que mi padre olvidó decirme décadas atrás. O quizá decidió omitirlo deliberadamente para dejar que yo lo resolviera por mí mismo. Como sea, le estoy muy agradecido.