El slow travel es el nuevo término que adoptan los viajeros, conócelo desde la voz de los expertos.
Paul Salopek, periodista ganador de un Pulitzer, lleva una década caminando. Con esto no quiero decir que haya dado sistemáticamente sus 10,000 pasos diarios. En 2013, Salopek se embarcó en el Out of Eden Walk, un proyecto para seguir los pasos de nuestros antepasados desde hace 80,000 años, siguiendo la ruta de 24,000 millas de la migración humana desde Etiopía hasta el extremo sur de América del Sur, todo a pie tal y como ellos lo habían hecho. El extraordinario viaje de Salopek, que aún no ha concluido, podría considerarse el experimento definitivo del llamado “slow travel”, un término que se utiliza cada vez con más frecuencia para describir cualquier cosa, desde expediciones en bicicleta por el interior del país hasta cruceros en megabuques. Pero cuando me pongo en contacto con Salopek a través de Zoom para entrevistarlo, se encuentra en la provincia china de Shaanxi y se muestra confuso sobre el significado del término. “No ha habido otra forma de viajar que slow travel durante el 99% de nuestra historia”, dice. “Supongo que en el mundo actual tener como premisa algo sobre ir despacio es revolucionario”.
¿Qué es el slow travel?
Es difícil precisar su comienzo exacto, pero la revolución del slow travel —un movimiento intencionado hacia modos de desplazarse más conscientes, más responsables con el medio ambiente y menos puramente cómodos— surgió orgánicamente de otra revolución. En 1986, un periodista llamado Carlo Petrini, en la protesta más italiana jamás realizada, repartió bowls con pasta a los transeúntes y manifestantes que gritaban: “No queremos fast food, queremos slow food”. ¿El centro de todo? Un McDonald's, el primero de Italia, que se iba a abrir al pie de la Escalinata Española de Roma. El McDonald's abrió, y sigue allí, pero al resistirse activamente al concepto mismo de comida rápida, Petrini inició lo que se conoció como el movimiento slow food, una práctica culinaria que hace hincapié en los ingredientes naturales, los métodos de cocina tradicionales y las comidas largas y lánguidas en las que se saborea la comida en lugar de tratarla como mero combustible.
Si la slow food se define, al menos en parte, por lo que no es, lo mismo puede decirse de los viajes lentos. El** slow travel** puede entenderse mejor como una reacción colectiva a nuestra obsesión postindustrial por la comodidad, en la que el tiempo, y utilizarlo lo menos posible, es la mayor prioridad para llegar del punto A al punto B. Algunos han intentado dar al slow travel una definición más concreta. En 2010, por ejemplo, una década antes de que la pandemia de coronavirus disparara el interés por el senderismo, el ciclismo y los viajes nacionales, dos investigadores turísticos del Reino Unido, Janet Dickinson y Les Lumsdown, escribieron que el **slow travel **es “un marco conceptual emergente que ofrece una alternativa a los viajes en avión y en auto, donde la gente viaja a destinos por tierra de manera más lenta, se queda más tiempo y viaja menos”. Parece bastante sencillo. Toma un tren, una bicicleta, un kayak o tus propios pies en lugar de un avión y un auto y, así de fácil, habrás hecho tu voto de atención; bienvenido a la iglesia del slow travel.
Las alternativas más reales
Por supuesto, como cualquier tendencia que comienza con una especie de reflexión radical, la definición de slow travel se vuelve resbaladiza cuantas más preguntas se formulan. ¿Y si, en ese viaje en tren, no haces más que navegar por TikTok? ¿Y si el lugar y las personas que realmente quieres conocer y de las que quieres aprender son demasiado difíciles de alcanzar sin tomar un avión, debido a otras obligaciones, al dinero o a una discapacidad? ¿Eso te descalifica? Haz una búsqueda en Google sobre viajes lentos y no tendrás que desplazarte mucho antes de que te asalten imágenes brillantes de gente linda en playas inmaculadas y listas de “imprescindibles” para experiencias de slow travel que merecen la pena. Pero, ¿y si no puede permitirse los precios de cinco cifras de los viajes de dos semanas en yate, los viajes en tren de lujo y los complejos turísticos en plena naturaleza que se promocionan como lo último en indulgencias de slow travel?
Lo que surge entonces es una definición mucho más compleja de lo que significa slow travel. Viajar despacio puede significar explorar nuestro propio territorio, evitar el transporte perjudicial para el medio ambiente siempre que sea posible, pasar mucho tiempo en un lugar en lugar de poco tiempo en muchos, pero también es un proceso interno. Significa controlar nuestra obsesión por el tiempo y permitir que el mundo se mueva un poco más despacio para que podamos percibirlo. Viajar despacio es una forma de pensar, no hacen falta tres semanas de vacaciones para ir más despacio. Un día paseando por un barrio desconocido sin una lista de cosas que hacer o explorando un parque local sin nada más que una hoja de ruta y una bolsa de bocadillos podría incluirse en el concepto de slow travel. Todo se reduce a cómo te relacionas con el mundo mientras te mueves por él.
“Si viajar despacio significa detenerse y tomarse el tiempo necesario para conectar con un lugar y su gente, entonces sí, estoy a favor”, afirma Chyanne Trenholm, miembro de la Primera Nación Homalco y subdirectora general de Homalco Wildlife and Cultural Tours, con sede en la isla de Vancouver. La empresa, de propiedad indígena, organiza visitas a comunidades locales y excursiones a la vida salvaje de Bute Inlet. Trenholm afirma que la idea de tomarse las cosas con calma y estar presente está arraigada en su cultura como guardiana de la tierra: “Turismo lento no es un término que hayamos utilizado mucho, porque no es sólo cómo pensamos en nuestra marca, es lo que somos”, afirma. Se siente responsable de inculcar ese tipo de pensamiento a los visitantes que llegan con la intención de fotografiar a un oso pardo con un pez en la boca y luego se marchan: “Se trata de tomarse el tiempo necesario para establecer una conexión con la tierra y con los demás”, afirma, “y creo que los seres humanos en general pueden aprender mucho del acto de establecer esas conexiones”.
Monisha Rajesh, autora de tres libros sobre viajes de larga distancia en tren, cree que ir más despacio da a nuestro cerebro el tiempo que necesita para procesar nuestras experiencias: “En un avión, sales de un sitio y te dejas caer en el siguiente sin ser consciente de lo que hay entre uno y uno”, dice, “En un tren, el viaje empieza en el momento en que subes a bordo. No sé quién va a entrar en mi historia y el entorno forma parte de la aventura”. En lugar de que el tiempo que te tardas en llegar del origen al destino sea una especie de nada en blanco —un componente necesario, aunque algo molesto, del viaje—, de pronto se abren grandes posibilidades.
Cuando la gente oye hablar de viajes largos y lentos —sumergirse en una ruta de hiking local, un viaje en bicicleta a través del país, una travesía a remo por el Mississippi, una caminata de 10 años y pico tras las huellas de los primeros Homo sapiens—, la reacción suele ser una mezcla de asombro y envidia. Es una reacción extraña teniendo en cuenta nuestra historia como especie. Salopek me cuenta que ha notado algo casi primitivo al entrar a pie en una comunidad que no es la tuya: “Te ven venir desde lejos. En el momento en que te acercas a ellos y los saludas, existe un ritual de saludo para el que ambos están preparados”, dice. “Llevamos 300,000 años entrando en los miradores de los demás y por eso sienta tan bien”.
Artículo publicado originalmente en Condé Nast Traveler US.